La última morada

Por 19 abril 2019 Relatos

El día amanecía gris, huérfano de aquellos reflejos cromáticos que concedían algo de color a la campiña alemana, como si estos hubieran hecho un pacto para huir hacia lugares menos sombríos.

Ninguna actividad notoria rompía el silencio que rodeaba aquel paraje, ni siquiera el flujo natural de la vida que, en forma de pequeños pájaros o roedores, solían campar por la zona en busca del sustento necesario para sus insignificantes existencias. Tan solo cuando el viento cambiaba, se escuchaba el golpeteo intermitente de las olas contra la base del acantilado sobre el que se alzaban la roca y la tierra que daban cobijo a  la protagonista de nuestra historia.

‹‹¡Qué día más gris!››, pensó la vieja encina mientras presagios funestos se adherían a su tronco desconchado por las inclemencias del tiempo, quizás una velada reminiscencia al primitivo túmulo funerario donde se alzaba su longeva existencia de árbol centenario.

Un escalofrío recorrió la escasa savia que aún la mantenía anclada a la tierra, recordándole la crueldad con la que poco a poco había ido viendo cómo desparecía el frondoso paisaje que antaño la rodeaba, convirtiendo aquel emplazamiento en un residuo de tierra seca, y a ella, en la única superviviente de esa inefable querencia humana por la destrucción de su entorno natural.

La soledad embargó a la vieja encina al contemplar los vestigios muertos de aquellos árboles y arbustos que en el pasado habían sido sus compañeros de hábitat. Vidas a las que vio nacer, crecer y luego morir sin poder hacer nada para remediarlo durante aquellos días sombríos y que trocaron su plácida existencia en una lucha por la supervivencia. Ni siquiera los pájaros anidaban ya en el entramado de ramas muertas de su figura, ya que apenas permanecían unas tristes hojas ocres en su ya inclinada copa.

‹‹¡Qué días más gris!››, volvió a pensar la encina observando con impotencia a su alrededor mientras el atardecer pintaba de anaranjados el horizonte, única nota de color que se apreciaría en aquella aciaga jornada.

Con un suspiró que agitó a duras penas el vértice de su ramaje, sintió que aquel momento, con el cielo teñido del rosa pálido del ocaso, podría ser la cuna de su epitafio. Ralentizó el discurrir de la moribunda esencia que todavía la mantenía aferrada a la vida hasta que, con un imperceptible estremecimiento, se abandonó al fin de su existencia, relegando así su figura de árbol caído al impenitente olvido de la memoria.

Lo que nunca supo, lo que jamás imaginó, es que, a escasos metros de su morada, sedente en el duro suelo, un pintor captaba en ese fugaz momento con su lápiz de carboncillo con la idea de, más tarde, recordar las emociones recibidas en esos minutos de soledad y  alcanzar a traspasarlas al lienzo. Y que siglos después,  gracias a aquel artista del pincel, la última morada de aquel solitario árbol aún perduraría en la evocación pictórica de los humanos.

Caspar David Friedrich retrataba con esmero aquella vieja encina sobre el acantilado con el atardecer de fondo, pensando en la trivialidad de  la existencia que aquel ser vivo transmitía con su profundo deterioro. Cuando ya daba los últimos retoques a su boceto, un escalofrío luctuoso hizo que su mano temblara y un trazo erróneo rasgara el papel. Al alzar la vista para contemplar de nuevo la carrasca, pues su mente concibió la extraña idea de que aquel estremecimiento provenía del viejo árbol, su mirada inquieta pudo contemplar algo que jamás olvidaría: como mensajeras de la muerte, una bandada de cornejas se acercaban y cabriolaban entre las agonizantes ramas de aquella encina, prestando al paisaje una lúgubre promesa de extinción que quedaría plasmada en su futuro lienzo como una alegoría de la futilidad de la vida.

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