Recuerdos del ayer

Por 28 enero 2019 febrero 7th, 2019 Relatos

Madame de Crégny ya peina canas. Su cuerpo, antes grácil y delicado, se ha transformado en el de una matrona francesa entrada en carnes que dedica su vida a las labores propias de su condición.  Pero aún guarda ese porte elegante que la distinguió a sus ojos muchos años atrás y esa mirada risueña de color añil que él tan bien recuerda. De carácter pragmático, siempre supo que la vida no le iba a conceder la capacidad de decidir, así que se acomodó a las situaciones para sacar el mayor partido posible de ellas. Solo tuvo un instante de rebeldía en su juventud. Fue cuando se conocieron. Pero pronto, las circunstancias se impusieron y tuvo que aceptar de mala gana aquel matrimonio impuesto con De Crégny. Aunque su corazón atesoró durante años ese amor prohibido, su razón la instó a convertirse en un ente modélico de esposa, madre y, ahora abuela, sin tacha ni imperfección. Los salones de su casa se han convertido en lugar de reunión de aquellas familias francesas que gustan de pasear su palmito adornadas de alhajas entre los pares del reino, ávidas de chismes cortesanos con los que llenar sus vacías vidas encorsetadas.

Sin embargo, aunque habría querido, él no ha podido ser tan práctico como su amada durante esos años de separación. George nunca se ha casado. Ha preferido enrolarse en cualquier causa guerrera obviando que el legado de los Keith descansa sobre sus hombros. Su deber de preservar el clan para su apellido ha pasado a segundo plano pues se juró que nunca se desposaría con alguien que no fuera ella. Todavía hoy guarda un parecido al joven idealista que fue. Aunque su cuerpo se haya deteriorado y las arrugas hayan horadado su piel, los años de constante ejercicio y frugal vida castrense han conservado su esbelta figura. Ha viajado, ha luchado y se ha codeado con las más altas esferas europeas. Su lealtad para con la casa Estuardo le ha llevado a España, Francia y Prusia, donde reside desde hace un tiempo. Y su amistad con Federico II le ha granjeado que las puertas de la casa real prusiana siempre hayan estado abiertas para él.

El encuentro entre ambos, tantos años después, ha sido breve, intenso, pleno de esa añoranza que solo dos amantes separados a la fuerza por diferencias religiosas pueden salvaguardar. Han engarzado sus miradas unos instantes y ambos han sabido que la llama del amor todavía arde fuerte y salvaje. Y, aunque el intercambio de frases y cumplidos ha sido meramente formal, dada la situación requerida en un salón repleto de caballeros y matronas,  sus miradas y sus gestos han tomado las riendas en esos escasos momentos de remembranza.

Cuando él ha cruzado la puerta de su casa para no volverse a ver, ella se ha excusado de la reunión alegando una repentina jaqueca para ya, en la soledad de su inmaculado cuarto, poner en palabras los sentimientos que la han embargado ante su presencia.

«Cuando nos volvimos a encontrar, después de un lapso de muchos años, hicimos un descubrimiento que nos sorprendió y afectó a ambos. Hay un mundo de diferencias entre un amor que ha durado toda una vida y aquel que ha ardido durante la juventud y luego ha parado. En nuestro caso, el tiempo no ha desnudado defectos ni mostrado lecciones amargas; ninguna ilusión ha sido destruida. Por lo que, a pesar de los años transcurridos, cuando nos hemos encontrado en nuestra madurez, los sentimientos tiernos, puros, solemnes, han surgido de nuevo y han superado cualquier otro sentimiento que nuestra naturaleza haya sido capaz de crear.»[1]

Tras cerrar su diario personal y guardarlo en el cajón secreto de su tocador, toca la campanilla que hará venir a su criada. Necesita desvestirse, envolverse en el suave plumón de su cama y rememorar todas aquellas palabras no pronunciadas en el encuentro para que le sirvan de aliento el resto de su vida.

Ya volverá al día siguiente a colocarse la máscara de dama noble de la Corte parisina y a atender aquellas obligaciones que se esperan de ella. Ya recuperará mañana esa vida regalada que no deseó pero que le fue concedida. Ya quedará un día menos para que sus almas se encuentren en el más allá y puedan vivir eternamente unidas.

[1] Fragmento extraído de TAYLOR, J., “The great historic families of Scotland. Vol. 1”, Londres, J.S. Virtue & Co., 1889, p. 120. (Trad. de la a.)

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